F. Mond "Musiu Larx"
El viejo Diego Morales
recostó su taburete contra el horcón del portal; se
levantó el sombrero y con la misma mano se rascó la cabeza, donde
ya el pelo no abundaba mucho. Era el preámbulo de una serie de gestos
muy característicos en él cuando iba a contar algo delicado,
escabroso o extraordinario. Ahora vendría la segunda parte:
arrugó un poco la nariz, ya de por sí arrugada a causa de haber
estado ochenta y seis años cumpliendo su función respiratoria,
alzó un par de cejas canosas y estiró los labios. Acto seguido,
comenzaría el relato, el cual empezaba siempre aclarándose la
garganta, aunque su voz siguiera siendo un poco ronca.
--Oiga --invariablemente
ésa era la primera palabra--, pues... lo de Musiú fue un caso
raro. Mire, yo nunca he creído en espiritistas, y usted, supongo que
tampoco. Pero hay cosas que lo ponen a uno a pensar y por muchas vueltas que
les dé, siempre le queda el aquello de que si todo lo que sucedió
fue verdad o eran cuentos de la gente. Yo nada más puedo asegurarle lo
que vi y lo que me contaron Leyva el carpintero y mi tío Fico, pero de
este último, Dios lo perdone, no me puedo fiar mucho. Lo del hijo de
Evasio sí lo puedo asegurar, porque eso lo vi yo mismo. De lo otro se
habló mucho, usted sabe cómo es la gente. De noche el campo es
muy oscuro y se presta para que se vean cosas extrañas, sobre todo si el
que va por la vereda tiene miedo... y a lo mejor no son más que los ojos
de un gato jíbaro que brillan como dos luceros o una penca seca que se
cae: ahí mismo se encabrita el caballo y viene el susto del jinete,
porque cuando hay noche cerrada, el hombre se fía más del
instinto de su bestia que del suyo propio.
--Pero bueno, volviendo a lo de
Musiú, que así era como le decían, porque cuando
llegó a esta zona, se corrió que era francés. Y, aunque
han pasado muchos años, yo lo recuerdo bien. Mire, a mí se puede
olvidar mañana una cosa que me digan hoy, pero lo de aquellos tiempos,
por lejos que esté, no se me olvida tan fácil.
--Figúrese usted, en plena
Guerra de Independencia, estando mi padre y mi hermano mayor alzados en el
monte, nos quedamos mi madre y mis hermanas a cargo del rancho que
teníamos cerca de la loma del Ternero. Fue allí precisamente, en
el tope de esa loma que usted ha estado estudiando con sus aparatos, donde
Musiú fabricó su casa.
--Yo vi pasar carretas y
más carretas atestadas de cajas y baúles. Y todo eso lo fueron
descargando en un cobertizo que improvisó Leyva, mientras quince o
veinte hombres más de los alrededores abrían un camino y desmontaban
la punta de la loma hasta dejarla sin un matojo. Después de chapeado, el
suelo quedó parejito, y justo cuando terminaron, se apareció
Musiú para pagarle a la gente.
Me acuerdo como si lo estuviera
viendo. Venía sobre un potro alazán y la montura rechinaba como
si estuviera diciendo a gritos que era nueva de paquete. Me aparté y
puse el saco de los boniatos en suelo. Él miraba muy atento para la loma
del Ternero y pensé que no iba a verme, pero en ese mismo momento,
detuvo el caballo a mi lado y me clavó los ojos. Oiga, me quedé
lelo, contemplando su ropa y el sombrero alón, metido casi hasta las
cejas. Todo aquel conjunto era imponente. Pero lo que más impresionaba
era su forma de mirar porque, a pesar de que el ala del sombrero le
hacía sombra sobre aquella cara de piel tan lisa, donde los ojos le
brillaban siempre como dos cocuyos.
--Hey, muchacho- me dijo.
Su voz me sonó rara, nunca antes había oído hablar
así, quizás fuera su acento francés. Sentí miedo,
pero él se dio cuenta y sonrió.
--Tú eres de por
aquí, ¿verdad? -y sin esperar mi respuesta volvió con otra
pregunta--: ¿Ésa debe ser la loma del Ternero, ¿no?
-Sí, señor --le respondí un poco más confiado--. La
han desmontado porque dicen que van a fabricar una casa allá arriba.
Él volvió a sonreír y asintió con la cabeza.
Después me dijo:
-Pues vamos a ser vecinos, porque yo soy quien va a vivir allá arriba,
como tú dices.
Se echó un poco
atrás el sombrero, como si tuviera calor, pero no sudaba, y
continuó:
--Yo soy monsieur Larx.
--Tanto gusto, yo soy Diego, el hijo de Morales, para servirle a usted,
Musiú...
Ampliando un poco más la
sonrisa, sacó de su chaleco un centén y me lo dio. Fíjese
bien, me lo dio, no me lo tiró, como quien tira una limosna, sino que
tuvo que inclinarse muchísimo para que yo pudiera alcanzarlo.
--Toma, cómprate zapatos, que no es bueno andar descalzo por
ahí...
Yo cogí el centén
un poco temeroso. En aquel hombre había algo que lo dominaba a uno.
Después, picó espuelas y se alejó, mientras yo lo
seguía con la vista, medio bobo, hasta que dobló por la curva y
desapareció tras la guásima. La moneda brillaba como un sol entre
los nubarrones de mi mano sucia. Imagínese usted, nada menos que un
centén. Del tiro arranqué a correr para la casa y dejé el
saco, con los boniatos que traía, tirado a la orilla del camino.
Así fue como lo vi de cerca por primera vez.
A los pocos días, vino
Leyva el carpintero, por la noche, y nos dijo que ya habían subido todas
las cajas de Musiú. Dos arrias de mulos habían tenido que
utilizar porque, aunque la loma no es muy alta, la falda es bastante empinada y
en camino recién abierto se hace más difícil la tarea.
Además, Musiú dirigía todo el trabajo personalmente y
ponía mucho cuidado en que las cosas se hicieran bien para que no fuera
a caerse ninguna caja, ése era su mayor empeño. Casi una semana
duró el acarreo, desde muy temprano hasta que iba cayendo la noche.
Entonces, él mandaba suspender el trabajo, montaba en su potro y se iba;
nadie sabía dónde, pero al otro día, cuando llegaban los
hombres para continuar con la mudada, ya él estaba allí.
Cuando todo estuvo arriba, pagó el trabajo sin regatear ni un real.
--Ahora yo me encargo del resto -dijo.
Enfiló cuesta arriba caminando y el potro lo siguió como si fuera
un perrito.
Desde entonces, la gente no
hacía más que comentar y dar opiniones. No había velorio
de santo donde no se dijera algo nuevo de Musiú; unas cosas eran
inventadas, otras no. Lo que sí todo el mundo se hacía mil
preguntas: ¿qué venía a buscar ese hombre, que por su
porte parecía un dueño de ingenio, a un lugar tan apartado y tan
pobre? Además, siendo de tal talante, ¿cómo se las iba
arreglar para levantar una casa él solo? Y, habiendo tanto terreno llano
y baldío, ¿por qué se había antojado de encaramarse
a vivir en la cima de la loma del Ternero? El caso era que en la
sitiería ya había tema para rato.
Lo primero que hizo fue tirar una
cerca rodando todo el espacio que había sido chapeado, en cuyo centro se
amontaban las cajas. De eso sí estoy seguro, porque lo vi desde el patio
de mi casa, que como estaba en un lugar un poco más alto, era desde
donde mejor se podía ver, aunque distaba como a unos cuatrocientos
cordeles en línea recta. Oiga: ¡armó la cerca en solo
día! Usted sabe que el guajiro se levanta temprano; pues, cuando yo
desperté, no hice más que tirarme de la hamaca y salí al
patio; ya el sol empezaba a alumbrar la cresta de la loma cuando lo vi
inclinado sobre la tierra como abriendo un hueco. Después clavó
un poste derechito como una vela. Enseguida caminó cinco o seis pasos e
hizo la misma operación. Yo me preguntaba dónde habría
cortado aquellos palos tan rectos y tan negros que parecía
carbón, hasta que me di cuenta de que los secaba da una de las cajas y,
por cierto, que no era una de las más grandes, a pesar de que los postes
le sacaban tres palmos por encima de la cabeza y él medía
más de seis pies.
A eso de la media mañana, ya todos los palos estaban clavados.
Había que ver aquello: formaban un círculo perfecto, todos a la
misma altura y a la misma distancia. Tío Fico, que se había
pasado casi la mitad de su vida tirando cercas, se puso muy serio cuando vino
aquella tarde a mi casa: un círculo perfecto de postes, con diez pelos
de alambre situados a dos cuartas uno sobre el otro.
La loma tiene un lado un poco
inclinado, por donde el camino, como usted se habrá dado cuenta, pero
por los otros tres está cortada casi a pico, de forma que por ahí
no pueden subir ni los chipojos; entonces, ¿para qué
quería Musiú poner una cerca bordeando aquellos barrancos? La gente
decía que para que no se le fuera a despeñar algún animal,
pero ¡demontre!, lo que venía a ser el potrero no era lo
suficientemente grande ni para criar una chiva. Pero lo más curioso era ver cómo brillaban aquellos alambres en
la misma medida en que subía o se
ponía el sol talmente parecía que eran de plata, hasta se le
encandilaban los ojos a uno... y siempre había un lado distinto que
refulgía, menos el que daba al camino de acceso. Aquel espacio
había quedado abierto y tío Fico pensó que allí iba
a poner la talanquera. Pero el caso fue que nunca la puso. A ver, dígalo
usted mismo, ¿por qué esmerarse en hacer un cercado tan bueno si
después no le pone talanquera y lo deja abierto de manera que cualquiera
entra y sale como Pedro por su casa?
Bueno, eso no era tan
fácil como la gente creía. Los primeros que pudieron comprobarlo
fueron los hijos de Juana Lolo, bandoleros que andaban por los alrededores
robando los pocos animalitos que los pobres guajiros podían criar, para
después vendérselos a los españoles y gastarse los reales
bebiendo impunemente en la tienda de Pepe Yeras.
Había una semana, poco
más o menos, que Musiú trabajaba en el asunto de la casa, cuando
bajó a la tienda por víveres. Casi todo el caserío de
Biajacas se asomó a las puertas para verlo pasar. Cuando entró en
la tienda, dice la gente, que hasta las moscas dejaron de revolotear.
Allí estaba uno de los Lolo sin quitarle la vista de encima.
Musiú se dirigió a Pepe como si ya lo conociera, sacó un papel
del bolsillo del saco y se lo extendió:
--Despácheme eso y échelo aquí -dijo, a la vez que
ponía una alforja sobre el mostrador.
Pepe leyó la lista y, cuando iba a decirle que el saco de cebada no
cabía en la alforja, Musiú lo atajó:
--Me lo manda en el caballo que le dejo aquí; cuando le cambie las
herraduras, crúcele el saco sobre la montura y amárrelo para que
no se le caiga; haga lo mismo con las alforjas; después, suelte el
caballo, que él sabe ir solo. Yo tengo mucho que hacer todavía y
no puedo esperar.
Sacó diez centenes del chaleco y se los dio a Pepe.
--¿Alcanza con esto? -preguntó.
--Y sobra, Musiú... -a todo el mundo le costaba trabajo pronunciar el
apellido.
--...Larx -completó él.
No dijo más, pero al volverse le clavó los ojos al Tite, el
hijo de Juana Lolo, que había oído el tintineo de las monedas
desde el otro extremo del mostrador; que para eso tenía las orejas
más finas que un venado, el muy bandido.
Habiendo salido de la tienda, todavía quedaba algo de su presencia en el
ambiente; hasta que se alejó lo bastante para que el aire volviera a
moverse y las moscas continuaran con loco ir y venir.
Yo lo vi de lejos aquella mañana, cuando regresaba rumbo a la loma.
Venia solo por el callejón de las guásimas. Caminaba con paso
rápido, a pesar de que llevaba las manos en los bolsillos. Lo
conocí por el sombrero alón y por la ropa, era la misma que
traía cuando me dio el centén, pero ahora llevaba el saco abierto
y como el sol le daba de frente, hacía brillar la cadenita de su
leontina. Llegó al pie de la loma y miró para todas partes, como
cerciorándose de que nadie lo veía. Yo me había agazapado
detrás una ceiba, entre las yerbas altas, atento a todos sus
movimientos. Pensaba que iba a empezar a subir y ya me parecía verlo
enfilar cuesta arriba, cuando una horma me picó en pie y tuve que dejar
de mirarlo. Aunque sólo fue un segundo, cuando volví a buscarlo
con la vista, ya no estaba allí ni por todo el camino. Sólo me
pareció ver, así de refilón, la copa de su sombrero antes
de que desapareciera allá en lo alto de la loma. Oiga, le juro a usted
que no fue un sueño ni a imaginación de un muchacho. Aquel hombre
había llegado al tope de a loma en el tiempo que yo me demoré en
bajar los ojos y rascarme un tobillo. Ni una liebre huyendo de un perro pudo
haber subido por aquel camino con tanta velocidad. No dije nada de aquello ni
en la sitiería ni en mi casa, porque me iban a tildar de mentiroso y eso
sí que no lo perdonaría mi madre, que en gloria esté.
Pues si, ese mismo día
desaparecieron los tres hijos de Juana Lolo: el Tite, Cano y Remigio. La gente
no se extrañó y todos pensaron que pronto volverían para
emborracharse en la tienda. Y regresaron, sí señor, pero todo lo
contrario a como era su costumbre..
Cuentan que a los dos
días, la vieja Juana sintió ladrar a los perros poco después
de la media noche, pero al oír la voz de Remigio, se callaron.. Ella
prendió un candil y se levantó para quitarle la traca a la
puerta. Por poco se muere del susto: entre Remigio y Cano traían al Tite
agarrado por la cintura y los brazos; la cabeza le colgaba sobre el pecho y los
pies iban trazando surcos en el polvo; de las orejas le manaban hilillos de
sangre que iban a juntárseles debajo de la nariz. Los otros dos
tenían los ojos que querían salírseles huyendo de la cara.
Resulta que todo había
sido idea del Tite para robarle a Musiú, porque lo había visto
sacar un puñado de centenes aquella mañana de la tienda. Dijo
Remigio que a él no le gustó la idea; había oído
hablar a la gente y aquel hombre le parecía muy misterioso, pero tanto
le dieron los dos hermanos, que llegaron a convencerlo; todo parecía que
iba a ser fácil; Musiú vivía solo, no tenía perros
y seguro que podrían sorprenderlo en la oscuridad de la noche. Nada
más tenían que estar seguros del sitio donde dormía y eso
podían saberlo si vigilaban sus movimientos.
Así lo hicieron. Antes de
que oscureciera, se dirigieron a la loma. Por el único lugar que
podían subir era por el camino recién abierto que iba
serpenteando la falda hasta llegar a la entrada. Ellos tomaron por allí
y cuando estaban cerca del último recodo se desviaron hacia un lado,
donde crecía un roble añejo y muy tupido; desde aquel escondite
del claro que limitaba la cerca. Al pie del roble se acomodaron a esperar que
llegara el día.
Dijo Remigio que, desde que el sol apuntó por el horizonte, lo vieron
salir de atrás de un montón de cajas. Ya tenía seis
horcones de la casa muy clavados, derechitos y negros también, como los
palos de la cerca. De qué tretas se había valido para clavar aquellos
horcones él solo, dijo que no lo sabe, ni se lo imagina. Musiú se
pasó el día mirando unos papeles grandes, que parecían ser
el plano de la casa, y acarreando cajas de aquí para allá, como
si las estuviera ordenado.. Ni una sola voz miró hacia el roble, el
hombre estaba tan embebido en su trabajo que ni siquiera almorzó ni
comió. Luego, al caer vieron que Musiú armó una cama entre
dos grandes y largas cajas, después extendió una lona de la una a
la otra, como para que le sirviera de cobija. Aquí vino la primera
contrariedad: se había acostado como a unos siete u ocho cordeles de la
entrada, así que, por allí no podrían pasar sin correr el
riesgo de ser vistos; habría que bordear un poco la cerca, como se
pudiera, y escalar los alambres por un lado que quedara oculto por una de las
cajas. Ese lado era, precisamente, donde crecía el roble que les
servía de refugio. Esperaron a que fuera bien entrada la noche y, cuando
estuvieron seguros de que Musiú estaba dormido, llegaron con mucho
sigilo a la cerca. Les extrañó que los alambres fueran tan gruesos
y que no tuvieran púas. "Bueno", pensarían ellos,
"esto facilita más la cosa". El Cano fue el primero en
intentar la escalada, y digo intentarla, porque en eso quedó el asunto.
Según Remigio, cuando su hermano agarró el primer alambre, dio un
brinco como si lo huera pateado una mula corcoveadora.
--¡Está caliente! --dijo cuando pudo hablar-, está caliente
y me ha sacudido de pies a cabeza; no lo toquen, esa cerca tiene algo que yo no
sé qué es.
Los hermanos se miraron y en las tres cabezas surgió la misma idea:
¿Sería brujo Musiú? No, los brujos no eran así,
ellos conocían al curandero de Biajacas y era muy distinto. Aquello
debía de ser un invento que trajo Musiú de su tierra. Con estos y
otros argumentos por el estilo, se les fue pasando el susto. Volvieron a
envalentonarse, pero esta vez no les quedaba más remedio que entrar por
donde se suponía que Musiú pusiera a talanquera. Decidieron
acercarse lo más posible a la entrada, correr los siete u ocho cordeles
ya que, aunque se despertara, no habría problemas: tres contra uno, que
seguramente estaría desarmado, sería "pelea de león a
mono amarrado", como dice el dicho. Pero el caso fue que los leones ni
pudieron llegar al mono. Esta vez fue el Tite quien tomó la delantera.
Agazapado en el camino frente a la estrada, cogió impulso como un gato y
salió disparado. Lo seguían, no muy de cerca, Remigio y Cano.
Cuando el Tite llegó como a un par de varas de la entrada, dio una
voltereta en el aire y cayó hacia atrás, arrastrando a los otros
dos. Se retorcía en el suelo llevándose las manos a la cabeza.
Dice Remigio que roncaba como un sapo toro. De allí lo recogieron y
así fue como se le aparecieron a la vieja Juana.
Todos estos
detalles se supieron un par da años después que acabó la
guerra. Cano murió de una ñáñara que le fue
comiendo una mano, la que tocó el alambre de la cerca, poco a poco se le
corrió por todo el brazo sin que hubiera remedio que pudiera
curársela. El Tite se recuperó, pero no volvió a hablar y
quedó medio atontado para el resto su vida.
Por fin, Musiú
terminó la construcción sin otro percance. Oiga, había que
ver aquello. Bueno, era verdad que se parecía a las casas del pueblo,
peno era mucho más larga, formando una sola pieza. Las paredes, si usted
las veía de lejos, parecían de tablas bien cepilladas. El techo,
también de madera, caía en dos aguas; pero éstas no
tenían la misma inclinación: la de la derecha, era casi
horizontal, la de la izquierda era muy inclinada y nada más le faltaban
unas dos varas para llegar a suelo, de forma que por aquel costado no
tenía ventanas. Tampoco en el portal, que abarcaba todo lo ancho de la
fachada frente a la entrada de la cerca, la inclinación del techo
venía bien con ninguna de las otras dos. Leyva el carpintero se
fijó en un detalle curioso: el ala del techo que estaba casi acostada
miraba exactamente hacia donde salía el sol, mientras que la otra estaba
orientada hacia el poniente.
Una noche mi
tío Fico tuvo que quedarse a dormir en mi casa porque lo agarró
una tronamenta y un aguacero que no lo dejó salir; era peligroso andar
por esos caminos en una noche oscura: una, por los bandidos; otra, por la tropa
de los españoles, que si topaban con uno lo tomaban por alzado y
quién sabe lo que podía pasar. Pues, como les decía, tío
Fico se quedó en casa y, por dormir más fresco, después
que escampó, colgó una hamaca entre los horcones del portal. Dijo
que de madrugada sintió un zumbido, como si fuera una colmena.
Abrió los ojos, aguzó el oído y se dio cuenta de que el
ruido venía de lejos, del rumbo de la loma del Ternero. Se tiró
de la hamaca, rodeó la casa hasta llegar al patio y efectivamente, el
zumbido lo traía la brisa de allá. Pero lo que más le
asombró no fue el ruido, sino ver cómo el techo del portal de
Musiú se iba iluminando de verde. Sí señor, dijo que
despedía una luz verde, verde. La luna ya había salido, era como
una pelota grande y, según pudo calcular el tío, aquel era
precisamente el momento en que la posición de la luna coincidía
de plano con el techo del portal. Yo no sé si sería porque el pobre
tío era un poco miedoso o si sería verdad, pero cuando nos hizo
el cuento, al otro día, dijo que le pareció por un momento que la
luna se había puesto medio verdosa y hasta su luz lo iluminaba todo con
un viso de ese color. Pero fue tan rápido que, cuando se restregó
los ojos, ya todo estaba normal: la casa de Musiú era una sombra
más y la luna volvió a tener su color plateado.
Entre una cosa y la otra, Musiú terminó su casa en el verano de
1895. Me acuerdo del año porque en diciembre fue la batalla de Mal
Tiempo, en la zona de Cienfuegos, y unos días después. Ramoncito,
el hijo de Evasio, se fue de la casa para unirse a la tropa invasora. El padre
no quería que el muchacho se le fuera para el monte porque tenía
miedo que le fueran a dar otra vez los ataques, pesar de que Musiú le
había dicho que ya no le volverían a dar...
--Pero,
caramba, yo creo que no llegué a contarle este otro asunto, que fue el
que le dio fama a Musiú de espiritista. Resulta ser que a Ramoncito le
daban unos ataques que lo dejaban medio muerto. El muchacho era alto y fuerte
como un roble, pero de buenas a primeras se le doblaban las piernas y
caía revolcándose y vomitando espuma por la boca. Evasio y su
mujer lo único que podían hacer cera echarle un poco de agua por
la cara y la cabeza hasta que se le pasaban las convulsiones. Luego lo
acostaban y poco a poco se le iba quitando la rigidez; entonces se
dormía. Oiga, con cada ataque de esos, al pobre muchacho le aflojaban
los dientes hasta se clavaba las uñas en las manos. Evasio hacía
todo lo que podía hacerse en aquella época cuando uno caía
en la desgracia de tener un enfermo: darle algunos remedios y cocimientos
porque médicos no había. Una vez lo llevó al curandero de
Biajacas y éste le dijo era una "ser" que lo estaba haciendo daño
y no sé cuántas boberías más; el caso era que se
necesitaba un chivo, una gallina prieta y otras cosas. El pobre Evasio hizo el
sacrificio de gastarse los pocos reales que tenía en comprar un chivo,
porque un padre, con tal de no ver padecer a un hijo, hace lo que sea; busca y
saca de donde no hay. Pero bueno, para no cansarlo, no había pasado un
mes de lo del curandero, cuando volvió Ramoncito con los ataques.
Pues..., el 15 de agosto, y me
acuerdo bien de la fecha porque fue el día que cumplí los doce
años, era ya bien entrada la mañana cuando vimos al viejo Evasio
que venía a todo correr por el camino. Casi llorando, le pidió a
tío Fico que lo ayudara a llevar al Ramoncito para Biajacas porque
había amanecido con el ataque y no había manera de quitárselo.
Para allá salieron los dos y al poco rato los vimos pasar por el camino
rumbo al caserío, llevando al enfermo en una parihuela improvisada con
dos palos y una hamaca. Yo no me pude aguantar, y por mucho que mi madre me
amenazó con darme una tunda, salí tras ellos y los
alcancé.
Oiga, Ramoncito estaba feo de verdad; tenía las manos engarrotadas, la
cara blanca como un papel y de la boca torcida le salía una espuma
verdosa; por momentos se movía convulsionado a la vez que un sonido
ronco le salía de la garganta.
--Se nos muere, Fico, se nos muere --decía el padre desesperado.
Yo me adelanté unos cordeles, pero al doblar a curva de la
guásima, frené en seco del susto: allí, en medio del
camino, como esperándonos, me topé de frente con Musiú.
Parecía más alto, que nunca; de pie, con las piernas un poco
abiertas, los brazos cruzados sobre el pecho y su cara muy seria. Hasta Evasio
y Fico se impresionaron al verlo. Yo no sé cómo rayos él
adivinaba las cosas antes de nadie se las dijera. Nos detuvimos..
--Pónganlo aquí, en la orilla, y aléjense hasta la ceiba.
No vengan mientras yo no les avise.
Evasio y Fico obedecieron sin chistar; como ya le dije, Musiú se
apoderaba de la voluntad de la gente con sólo una mirada.
Desde la ceiba, que distaba como a veinte, varas, no se alcanzaba ver con mucho
detalle, pero más o menos vimos que Musiú se agachó y puso
una rodilla en la tierra. Le desabotonó la camisa y comenzó a
tantearle el estómago con la punta de los dedos de su mano derecha,
mientras que con la otra. Lo tenía agarrado por la nuca y parecía
como que le daba fricciones. De pronto, lo viró sobre el lado que nos
quedaba de frente y el muchacho vomitó una cosa. Evasio estrujaba el
sombrero, las lágrimas ya estaban a punto de brotarle. Al ver aquello, y
no pudo aguantar más e hizo el intento de ir para allá, pero en
ese mismo momento, Musiú levantó la cabeza y lo miró. El
viejo no se movió de donde estaba.
Así, en esa operación, estuvo como un cuarto de hora. Luego lo
volteó boca arriba otra vez y nos hizo un ademán para que nos
acercáramos. Musiú se puso de pie, se sacudió el polvo del
pantalón y dijo, o más bien ordenó:
---Súbanlo a mi casa; despacio, ya no hay tanto a puro.
Entonces nos dimos cuenta de que estábamos al pie de la loma del
Ternero, justamente al comienzo del camino. Él arrancó a caminar
delante, mientras tío y Evasio volvieron a cargar la parihuela. Y...
¿usted puede creer que ya el enfermo había mejorado? Se le
habían quitado la rigidez y las convulsiones, tampoco vomitaba y hasta
el color le estaba volviendo.
Yo seguí el último a la comitiva, aquella oportunidad no se me
iba presentar otra vez. Tenía más curiosidad para ver el interior
de la casa que por Ramoncito, al cual ya daba por curado. Por fin, llegamos a
la entrada del cercado; me fijé que Musiú, al pasar por
allí, había tocado el poste de la izquierda tal como quien no
quiere la cosa..., como si hubiera sido una costumbre suya.
Subimos los tres escalones del portal. La puerta estaba cerrada; él la
abrió de par en par y nos dijo:
--Pasen, acuéstenlo sobre la mesa.
Yo me comía con los ojos aquella habitación, que parecía
ser la sala y el comedor a la vez: tenía una mesa, más larga que
ancha, y cuatro sillas. Ese era todo el mobiliario. Ni un cuadro en las paredes
ni nada más; al fondo, una puerta, y otra en el tabique de la izquierda,
cerradas las dos. El caballete no se veía porque lo impedía un
cielo raso o más bien un falso techo, de esos que ahora se usan mucho.
Me quedé medio desilusionado, porque yo pensaba ver algo fabuloso. De
seguro que lo habría, pero tras las dos puertas que permanecían
cerradas.
--Ustedes, esperen en el portal -dijo Musiú..., déjenme al chico
aquí para que me ayude.
Miré a Evasio y al tío dándome importancia. Ellos salieron
sin chistar y la puerta se cerró sola, sin hacer ruido.
--Ve quitándole los zapatos -me dijo, mientras que con el pulgar
levantaba el párpado de Ramoncito.
Ahora que lo miraba de cerca, noté la falta de expresión en su
cara, parecía que era de cera. Cada movimiento de sus manos era el
preciso, el exacto..., yo no sé, el necesario y nada más.
Entró en el cuarto de la derecha, pero fue tan rápido que no pude
ver su interior. Le quité las botas al enfermo y al ponerlas en el
suelo, me fijé en algo interesante: el piso parecía de madera,
pero yo estoy seguro de que no lo era. Las tablas, o lo que simulaban serlo,
estaban demasiado bien unidas. Además, el color, el brillo, todo
quería ser de madera, pero la imitación, ya te digo, era
demasiado perfecta. De ese mismo material eran los tabiques y las paredes.
Volvió con un aparatico negro en las manos, como del tamaño de
una caja de tabacos, con unos letreritos y unos cuadraditos azules y otros
verdes y rojos. Yo no sabía leer, pero sí puedo asegurarle que
conocía las letras, porque Leyva me enseñaba. Lo que sí
puedo asegurarle es que ninguna de aquellas se parecía a las que yo
conocía.
Pues bien, de la cajita salían dos cables largos; él me dio uno
que tenía en la punta algo redondo y aplastado, muy parecido a una
peseta; el otro, sostenido por Musiú, era distinto: terminaba en un
tubito negro y grueso como un habano, pero más corto.
--Sujeta esa punta por el mango y oprímela contra la planta del pie
izquierdo, pero no toques la parte redonda.
--Sí, Musiú, ¿así?
--Así mismo -dijo él, mientras le levantaba la cabeza a Ramoncito
para descansarla sobre el habano, que colocó debajo de la nuca.
--Sostuvo la cajita, creo que apretó un botón y se quedó
mirando los cuadritos que empezaron a parpadear. Le dio media vuelta a una
perilla y en eso Ramoncito se estremeció. Creí que le iba a dar
otro ataque, pero él me dijo:
--No te asustes, es normal.
Siguió mirando muy atento cómo los colores se hacían
más intensos. Ahora el muchacho temblaba igual que un pollo con
frío. Cuando Musiú lo creyó oportuno, apretó un
botón y las lucecitas e apagaron poco a poco.
--Eso es todo --me dijo.
Recogió los cables y su aparato, entró en la misma
habitación y salió enseguida.
--Diles que pasen.
Cuando el padre entró, ya el muchacho empezaba a abrir les ojos. Lo
ayudaron a sentarse, todavía estaba un poco flojo.
--Ahora, es necesario que camine, no teman, ya no le volverá a suceder
más. No le den alimento hasta dentro de dos horas; después, que
coma todo lo que quiera.
Evasio se había quedado casi sin habla, miraba a hijo y a Musiú
como si estuviera viendo algo increíble.
--Musiú..., yo...
--No tiene nada que agradecerme, hombre. Llévese al muchacho, que la
madre debe estar desesperada. Vamos, seque esas lágrimas, el momento no
es para llanto.
Efectivamente, Evasio no pudo aguantar más y rompió a llorar como
un niño, porque,
Por muy duro que sea el corazón de un hombre, hay momentos que lo ponen
más blando que la mantequilla en tiempo de calor.
Musiú nos acompañó hasta la entrada y allí
volvió tocar el mismo poste antes de que pasáramos. Evasio y
tío Fico ayudaban a Ramoncito pues todavía se sentía un
poco débil. Ya en la entrada, Evasio se detuvo y quiso darle la mano a
Musiú. Éste hizo como si no hubiera visto el gesto o no quiso
comprenderlo.
--Gracias, Musiú, muchas gracias. Si alguna vez necesita de mí,
no tenga pena, pa' lo que sea estoy a su disposición.
Musiú sonrió y dijo que sí con la cabeza mientras nosotros
empezábamos a bajar muy despacio, tomando el rumbo de la casa.
De más está decirle
la alegría que causó aquello en la familia.
Esa noche vino Leyva y se
reunió con tío Fico. Me llamaron al portal y tuve que contarles
todo lo que vi hacer Musiú. Luego, el tío le comentó a
Leyva, hablando bajito, como si fuera un secreto:
--Leyva, la casa de Musiú no es de madera; es algo que se le parece
mucho, pero no es madera. ¿Y la cerca? Yo quisiera que la hubieras
visto. Tú sabes que yo conozco de eso, ¡que el diablo me escupa la
calva! Eso no es una cerca: los postes no son de madera ni los alambres
están clavados; me fijé bien y los alambres los atraviesan de un
lado al otro. Esa cerca no es cerca. ¿Y la talanquera? ¿Por
qué no la ha puesto, a ver?
--Bueno, Fico, ahora yo me digo y me pregunto: si la madera no es madera, la
cerca no es cerca, la casa nada más que parece una casa y, por otro
lado, resulta que Musiú revivió a Ramoncito cuando éste
parecía que ya se iba a morir..., entonces ¿qué es
Musiú? ¿Quién es? Vive solo allá arriba, apenas
habla, no parece tener interés en nada... No sé, Fico, pero eso
está muy raro. Yo nunca había visto una gente tan extraña.
Así se pasaron como una hora, divagando, sin poder llegar a una
conclusión, o mejor dicho, acabaron por creer que Musiú era un
espiritista famoso en su tierra y que por alguna razón había
salido huyendo de allá y vino a parar aquí, donde sería
difícil que lo entraran.
El caso de Ramoncito corrió por toda la sitiería como candela en
paja seca; poco a poco, el curandero de Biajacas fue perdiendo la clientela.
Porque Musiú sí curaba bien, además, no cobraba nada, sino
que le decía a la gente que le traía laguna gallina o viandas,
que se las llevaran a fulano o a mengano, que él sabía que
aquellos sí las necesitaban.
Fue pasando aquel año y
entró el 96. Llegó Weyler en febrero y abril vino la orden de
reconcentración. Todo el mundo tenía que irse para
Mataguá. Hombres, mujeres y niños tuvimos que abandonar el
bohío, obligados por la tropa española, para que de esa forma no
se pudiera ayudar a los mambíes. Aquél fue un año triste,
murió mucha gente, entre ellas mi madre; la cogió la epidemia a
los pocos días de llegar al pueblo y se la llevó sin poder darle
un remedio. Si Musiú hubiera estado allí..., pero ya se
había ido... O se había muerto, eso nadie lo supo.
Me acuerdo que el día antes ataba yo, muy de mañana, buscando un
poco de leña para el fogón, cuando se aparecieron siete soldados,
de los que llamaban "quintos", y el jefe de ellos nos leyó el
bando. Decía, entre otras cosas, que recogiéramos los matules y
fuéramos para Mataguá. Si al mediodía nos encontraban
allí, nos iban a fusilar a todos. Enseguida mi madre dispuso que nos
lleváramos algunas cosas y nos fuimos andando al poco rato. Por el
camino nos encontramos con la familia de Evasio y nos unimos a ellos. Llegamos
al pueblo en un par de horas y tuvimos la suerte de alojarnos en casa de una
cuñada de tío Fico, quien también acababa de llegar.
Hubo alguna gente que
prefirió irse para el monte, pero nosotros no pudimos hacerlo;
figúrese, mi madre, dos hermanas y yo, que era un niño...
Pero al que no pudieron llevarse
fue a Musiú.
--Oiga, dicen que más de
cincuenta soldados murieron esa noche. Todo se supo al otro día por boca
de uno de los "quintos" que había estado esa mañana en
mi casa. Éste salió vivo porque parece que era medio
cobardón y se quedó rezagado cuando le pusieron cerco a la loma
del Ternero.
Según contó el galleguito, después que levaron la orden a
mi casa, se encaminaron a la loma para hacer lo mismo con el que vivía
allí. Ellos, como eran de las tropas recién legadas, no
conocían a nadie de los alrededores, así que, subieron de uno en
fondo con su jefe delante; llegaron a la entrada y éste se detuvo.
Allá se veía la figura de Musiú: alto, con los brazos
cruzados sobre el pecho, muy serio, el sombrero alón casi hasta las
cejas, parado en el portal como si los estuviera esperando. Dijo el
"quinto" que más de una vez le pareció que el sargento
hizo como si quisiera pasar, pero se aguantaba. A él se le erizaron los
pelos del cogote y notó algo raro en el ambiente. Al fin, el sargento,
alzando un poco la voz, decidió leer el bando desde donde estaba. Cuando
terminó, Musiú seguía igualito. Pasó como un minuto
y entonces contestó casi sin mover los labios, pero su respuesta les
llegó clarita.
--No me voy hasta la media noche.
No dijo nada más.
--Piense bien lo que hace, esto es una orden y hay que cumplirla o tendremos
que fusilarlo ahí mismo --gritó el sargento.
--He dicho que no me iré hasta la media noche.
El español no quiso discutir más: mandó formar a sus
hombres, cargar las tercerolas y apuntar.
--Por última vez, le digo que o abandona la casa inmediatamente o mando
hacer fuego -se apartó a un lado y siete fusiles encentraron la figura
de Musiú en sus mirillas.
--Haga lo que quiera.
--¡Fuego! -gritó el peninsular.
Oiga, una descarga cerrada a cinco o seis cordeles es capaz de despedazar hasta
a un buey. Pues dijo el "quinto" que Musiú ni
pestañeó, que no sabe dónde fueron a parar las balas
porque no llegaron a rozar el portal ni se vio impacto alguno en toda la
fachada.
El sargento volvió a dar las mismas órdenes, creyendo que el
problema estaba en la mala puntería de sus tiradores, pero al cabo de
diez descargas, ya nadie atinaba a lo que hacía. Él mismo
sacó su vizcaíno y disparó hasta que se le acabaron los
tiros. Todo fue inútil.
Después regresó con su gente a la jefatura para informar a su
superior de lo que había sucedido. El capitán le dijo hasta alma
mía y no quiso creerlo. Luego habló con los soldados, pero como
todos coincidieron en la historia, ahí mismo se puso serio como una
tusa. Se dirigió a su ayudante y le dijo:
--Vamos a esperar que regresen los hombres que están de patrulla
reconcentrando campesinos. A las nueve de la noche, mande formar a todo el
mundo y deles ración doble de municiones, hay que cercar la loma. Si ese
hombre, sea quien sea, no baja a las doce en punto, atacaremos y ya veremos si
uno solo puede contra doscientos.
El "quinto", que ya sabía cómo eran de extrañas
las cosas por allá arriba, se hizo el enfermo para que lo situaran en la
retaguardia; así y todo, él procuró retrasarse lo que pudo
diciendo que tenía diarreas, y como llegó último, lo
mandaron a un lugar distante a cuidar los caballos de la tropa.
Cercaron la loma. El capitán, con cincuenta hombres bien armados,
subió hasta la entrada. Dice el "quinto" que desde donde
él estaba oyó al militar, a eso de la media noche, gritarle a
Musiú para que saliera, pero todo seguía silencioso y la casa
oscura, como si no hubiera un alma en ella.
En Mataguá ya se sabía los del cerco. La guarnición se
mantenía en zafarrancho de combate, preparada para lo que pudiera
suceder. La gente del pueblo y los guajiros allí concentrados
también estábamos pendientes, esperando para ver cómo
terminaba aquello; nadie se acostó y todos los ojos estaban fijos en la
silueta de la loma, que se veía como a media legua. Tío Fico
miró su reloj y dijo:
--Las doce.
No había acabado de hablar, cuando un fogonazo blanco envolvió el
tope de la loma; por un momento, pareció como que el mismo sol
había estallado allá arriba. Inmediatamente la tierra
tembló y una ola de viento como de ciclón sacudió cuanto
había en los alrededores. Vi salir disparado un punto que brillaba como
un lucero, recto hacia el cielo, haciéndose cada vez más chico,
hasta que se confundió con las estrellas.
Del capitán español y sus hombres no se encontró ni el
rastro. Algunos de los que estaban el pie de la loma murieron reventados por la
explosión y todo aquel que vio el fogonazo de cerca, se quedó
ciego para el resto de su vida. En fin, al "quinto" no le pasó
nada porque, en cuanto vio aquella luz, se tiró de cabeza detrás
de un brocal y por poco abre otro pozo con las uñas.
Toda la madrugada hubo trajín en el pueblo con los heridos y los
muertos. Hasta alguno hubo que se murió del susto. La cima de la loma
estuvo reverberando y echando humo, como si fuera un volcán, durante
tres días. La gente le cogió mucho respeto al lugar y nadie se
atrevió a subir en varios meses.
Diego levantó las
cejas, calló y se quedó mirándome muy serio. Luego dijo:
--Yo no sé lo que usted pensará de todo esto, pero antes de
ponerlo en duda, tenga en cuenta que este viejo de ochenta y seis años
no le va a decir una mentira nadie, y menos a usted, que lleva quince
años casado con mi nieta y que ha estudiado en la Universidad.
Hice un gesto negativo con la cabeza. Él prosiguió:
--Usted mismo subió y anduvo toda esta mañana caminando por
allá arriba; ya no queda ni rastro de lo que allí había,
solamente la piedra pelada, donde nunca ha vuelto a crecer ni la yerba mala. Ahora
dígame, aparte de los pedazos de piedra que se lleva en ese saco,
¿encontró algo más?
--Sí, respondí pensativo, mirando los ojos cansados del viejo
Diego Morales--. Encontré un alto índice
de radioactividad.